lunes, 4 de septiembre de 2017

VOLVERÁN A SALIR




Pequeñas ciudades, pequeñas vidas, pequeñas personas, metro sesenta y algo. Qué te sugiere todo eso, yo le pregunto esto porque verá, ayer caminaba rumbo a casa –el asunto de la casa debo abordarlo también, no debo olvidarlo- cuando me detengo en el semáforo que está a cuadra y media de mi destino. Las máquinas transcurren, se atascan, escupen personitas, se tragan a otras, yo veo todo esto con la mueca de ese orgullo pervertido a  fuerza de monomanía y asco. Iba a cruzar ya cuando levanto la vista por encima de los edificios, el cielo límpido, absorto en su amplitud. Me dice: debes matar, continúa haciéndolo, te dirán que te detengas, que cambies de ruta, que mudes de hábitos, y tú tendrás que seguir matando. La verdad solo le es reservada al asesino. Estuve pensando sobre todo esto y creo que ya tengo una sentencia: no me importa la verdad, no me importad dejar con vida lo que deba matar, no me importar matarme teniendo por qué vivir. No me importa nada, estoy al margen, no ansío la muerte más que una golosina, me mantengo firme, lejos, oyendo el rumor de la vida, el gemido de la muerte. Debo contaminarme más me digo, pero tampoco hace falta, lo mucho que lo hice me dura para rato, como tener quinientos billones de dólares y solo setenta miserables años para gastarlos.
Por eso, consulto con mi reloj de nube y lo reconozco, qué estoy haciendo detenido acá, yo un confeso y convicto nómada rumbo a la celda de la justicia humana, bordeando sus flancos, sus fronteras, provocando sus modos. Debo caminar siguiendo la estela invisible que me guía. La insignificancia y la sensación del absurdo, cómo se sobrelleva, cómo se le sobrevuela, las tengo colgando, susurran palabras para liberarlas, no quiero, las sujeto con más fuerza. Cuando duermo pienso en esos seres humanos con cierto atractivo llamados mujeres, y los añoro. Añoro esa cierta complicidad y sociedad que podría construirse con ellas. Luego me invade la pena porque veo un rostro inolvidable, y las fractales del resto asumen su imagen, se multiplican y me obligan a cerrar los ojos, darme vueltas en la cama, masturbarme viendo el retorcido cuadro de bodegón en la pared.
El señor Raúl no piensa venir, su maratón con la cerveza no termina. Es un ebrio consumado. Yo soy un muerto en vida, predica a sus vecinos. A los ojos de los vecinos sin embargo, soy su homosexual activo, o pasivo, intercambiable, los vecinos son hartos imaginativos, necesitamos reunir todo su potencial en una antología próxima llamada: Ficciones de quinta. Como sea, salgo a fumar al patio, echo el humo hacia sus habitaciones, una vez sale la señora ésta que anda sola y vive junto al matrimonio Matías y su mujer, y me mira fulminándome. Le saludo y vuelvo sobre mis pasos, todavía oigo su afanosa respiración, sus pasos intencionalmente fuertes, su batea de plástico siendo cargada hacia la azotea donde se sentará a fregar la ropa. Mediodía, tarde, noche; estoy en el espacio destinado al reservorio de agua, veo las estrellas, me cago de frío, veo siluetas al frente, veo estrellas móviles, pienso en el asteroide caído en el relato de mi amigo, la roca extraterrestre que luego de dos días de estar en la tierra, deja que un hongo brote de ella. Yo no sabía que podía hacerlo, pero lo hice: comamos ese hongo, le digo a mi amigo. No, espera, me dice, brota el hongo, es algo pardo, tiene una especie de vellosidad que lo hace desagradable a la vista, le han salido uñas en ciertas terminaciones, y aunque esto no me lo crean, la noche siguiente a ésa, la oímos cantar. Por eso la arrancamos y pisoteamos, destruimos la roca.
Qué hiciste qué, le increpo; es tarde me dice. Claro que es tarde, me largo, estúpidos humanos.
El señor Raúl es un pillo, a la señora Olivera por ejemplo, su ex suegra, le dice en cuanto se sienta y bebe su primer vaso lleno licor, que cómo está su hija, yo la he amado tanto, ¿usted lo sabe no? Fueron los mejores once años de mi vida, pero cómo es no, que todo se acaba, yo ya no creo en el amor, ni en los extraterrestres ni en Dios ni mucho menos en el ser humano, todos me han fallado. Mi condición actual es simple: aborrezco la vida. Pero no nos entristezcamos por eso, mejor sigamos bebiendo. Sigamos la paz que nunca viene, como dice la canción que siempre olvido de quién es.
Pepe lo mira, Pepe era el hijo de la ex mujer del señor Raúl, Pepe lo odia. Ayer no más, cuando salió a destilar el alcohol de la víspera montando tabla en el parque, conoció a un muchacho que no tendría más de veintidós, pero que de algún modo tenía treinta, asunto incomprensible, si se ven las cosas con objetividad, él tiene veinticinco, luce de cuarenta, la vida que he llevado se dice a sí mismo. Ha sido según él campeón de skate en Chile, ha viajado como sanputa, ahora tiene una hija, la ama más que a nada en la vida. Ésas son patrañas, le objeta el joven rejuvenecido. Cómo que patrañas, amo a mi hija. No amas a nadie más que a ti mismo, y por eso te odias también. Lo dijo, lo ha vuelto a decir. El joven tiene que marcharse, caminar solo sosteniendo el instrumento que sabe toca mediocremente. Al rato ofrecerá el instrumento a otro individuo auto engañándose a diario con la idea de ser músico. Tal vez podría ser mejor librero que guitarrista, se dice el joven mientras camina doblando la esquina. Pepe se queda en el cuarto, sube el volumen de la música, no ve a nadie alrededor, ni siquiera las siluetas que habitan el espacio de la memoria. Llora, ama a su hija y llora, sigue pensando en lo grande que fue, tiene cara de cuarenta y ahora qué hará. Se acuesta, son las nueve de la mañana, ha destruido el curso de un talento y confirmado la inutilidad de su vida. Le han vencido y solo se ha llevado a uno.
El otro ya no cuenta con el instrumento, ahora sostiene más licor que irá a beber a la sombra de la habitación de Raúl, aguardando su llegada tambaleante y lamentable. Ambos caerán dormidos, uno en el sillón y el otro en la cama con dosel y todo. Transcurrirá la noche, se hará el día. Y volverán a salir…


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