viernes, 10 de noviembre de 2017

VIAJO



Pasé días, semanas y meses, quién sabe si hasta años -porque para mí fue un solo instante eterno y tortuoso-, tratando de recuperar las llaves de tu ser, y nada. Cada vez me sentía más avergonzado de seguir intentándolo, como si no lograrlo significara el fracaso medular.
Te dije tantas cosas e hice tan pocas, porque las cosas que digo en su mayoría valen por sí mismas, decir por ejemplo que ni la resaca de todo lo desvivido podría devolverme la paz y  la alegría, la satisfacción de saberme correspondido por ti. Demuéstralo, decías tú, tienes un mes, tienes un día, te queda tan poco tiempo para hacerlo, se te acabó el tiempo y las oportunidades; Ha muerto mi amor por ti, concluiste. Aquel día yo componía versos en clave de etanol y roía panes duros con agua de charco filtrado con los retazos de mi camisa nueva. Qué era yo para entonces, un indigente, una miseria humana, un pedazo de carroña, tal vez todo eso y más, lo cierto es que me importaba una mierda convertirme o reducirme a lo más ínfimo del ser humano con tal de recuperar tus besos.
Sin embargo ya todo estaba dicho. Por lo menos de tu parte, murió el amor y punto.  Me negué rotundamente y apreté los puños y los dientes como queriendo negar la realidad, después me emborraché y anduve dando traspiés todo el trayecto hacia donde te encontrabas. Volví a oír, esta vez con mayor contundencia y firmeza, tu negativa brutal, agregando que acaso yo no tenía dignidad como para seguirme hundiendo en el patetismo de implorar por algo que ya no existía. Y recordé debido a esto aquello sobre la dignidad, que era mantenerse firme incluso en los peores momentos, como una roca ante la tempestad. Me infundí algo de valor y te mandé a la mierda, salí corriendo a llorar al parque, a beber sin misericordia. Estupidez del hombre, pretender olvidar con el elixir de la memoria. Y volví.
Me fue peor, también a ti, para que negarlo, proferí tantas ofensas que me di lástima, ¿cómo podía ofender tanto a quien decía amar?, ¿Cómo?, a lo mejor la pregunta adecuada era ¿para qué? Aletazos de pez fuera del agua, solo eso. Entonces llegó lo inminente, la orden de alejamiento, fue cuando terminé de deshacerme en llantos y torturas mentales, no podía ni siquiera olerte ni sentir la brisa perfumada por ti. Era el fin.
¿Que si pensé en quitarme la vida por todo esto? Lo negaría si tan solo pudiera decir algo en favor mío, pero no, todo era mi culpa, inclusive el seguir atollado en ese lugar al que nunca quiero retornar, todo.
Era jueves sino recuerdo mal, te vi pasar a lo lejos, estabas más bella de lo que podía recordarte, escupí con rabia y me alisé el cabello, tenía que dejarte, irme, huir. Ya sé que dicen que huir es una carrera que nunca se ganará, pues bien, yo te perdí, pero al fin y gracias a ello pude salir a la carretera y conocer mi país, el mundo,  y revivir de otro modo.


Consideré que podría darme más oportunidades con la vida. Salí a caminar en línea recta, tuve que dejar de andar en círculos y quitarme la venda. No lograba del todo comprender por qué me encontraba de pronto molesto con la gente, contigo, conmigo mismo, con todo el mundo; quizá alguien moviera los hilos mientras yo actuaba como una marioneta, pensé en dios, en el destino, seguía molesto.
Tenía planeado irme a Pucallpa y empezar de cero, conseguir un empleo ya saben, de esos que te levantas temprano y sales de noche, tan cansado e indispuesto para otra cosa que no sea descansar, dormir, no existir.
Fui, llegué, una ciudad bastante atractiva, pero no lo suficiente para mí, vagué por el río Ucayali viendo los barcos pasar, la basura acumulada, los comerciantes repugnantes, yo era un fantasma, me daba la importancia del fugitivo y caminaba viendo a todas partes. Decidí beber, entré a un bar de bebidas exóticas, abordé a un viejo y bebimos hasta casi caernos, la tarde cayó, volví a recordarte, mi mochila pesaba una tonelada, y es que antes de salir junté varios trapos para el cuerpo y mis enseres de limpieza, pero sobretodo coloqué la piedra krabba, ésa que un santo le pidió a dios como pan y le llegó como piedra, está ahora en la meca, pero bueno, la mía era un amasijo de libros, piezas ornamentales, animales disecados, papeles escritos, bisutería diversa, basura.
Debo hablar de mi mochila, en realidad, tu mochila, ya sabes, la que te regaló Alex la vez que me lo presentaste y entraba a tu habitación a conversar conmigo, ¿recuerdas sus piscos y nuestra intensa sed? Sé que recuerdas, sé que no olvidaste, sé que aun late en ti la que fuiste conmigo, dices que ha muerto, sé que no, porque si no cómo es que sigo escribiéndote. Se supone que hablaría del viaje, ya ves, ayer fue tu cumpleaños, estuve llorando dos horas seguidas mientras te cantaba en silencio el happybirthday, después vi el video de nuestro hijito viéndome en una prenda de vestir, por lo menos él tiene buena memoria, quiero pensar que lo heredó de ti. Ya he olvidado todo lo malo, nada de lo que te dije para ofenderte era verdad, quiero que sepas eso, que aunque no leas nada de esto, debo hacerlo para sostenerme, para mantener a los demonios atrás, estA máscara de palabras que ahora me pongo solo es para estar cuerdo, o no tan demente.
Bueno, había una botella grande de shampoo que compré antes de ir por segunda vez donde ustedes. Esa noche que te llamaron y supe que había otra persona y lloré tan patéticamente, esa noche la botella estaba casi llena, en adelante fuimos inseparables, el shampoo, la mochila y yo. Fue en Tingo María donde se perdió, tomó su camino hacia otras cabelleras.
Cómo evocarlo, veamos, caminaba carretera arriba, mis pies acariciaban el lomo de la serpiente de asfalto, ¿nos llevamos bien sabes?, todo el trayecto, los cientos de kilómetros que recorrí siempre fuimos mejores amigos, dormí, comí, soñé, grité, corrí sobre la serpiente, muy pronto hermana mía, volveré a montarte. Llegué a un lugar donde frente a mí se apareció un túnel, el túnel Carpish, uno de los más largos del país, cuatrocientos metros ni más ni menos.
Uno entra y da veinte pasos y sale corriendo, la mochila pesa un huevo de hierro, te pones al costado de la vía, ves salir cientos de vehículos rugiendo escandalosamente, el túnel amplifica el sonido en mil por ciento. Te sientas, observas, te preguntas sí lo lograrás, es decir, pasar el túnel sin ningún vehículo, recuerdas que muchas veces te has considerado un pusilánime, un cobarde, te levantas, levantas la mochila, entras nuevamente al túnel, que suceda lo que tenga que suceder, caminas, la oscuridad es aplastante y sofocante, a casi cien metros la humedad es palpable en el aire, te sacudes la cabeza, a casi doscientos la oscuridad es total, se oye la violencia del sonido de los vehículos acercándose, alejándose, tapas tus orejas, es mejor, el miedo es al sonido no a la oscuridad, a la oscuridad ya la tienes dominada, has vivido en ella, son viejos amigos. Caminas más, la luz es un recuerdo improbable, pero tus pies continúan, no se detienen, ni tu corazón que late a doble ritmo, a triple, se te sale por la boca, por los oídos, pasa un gigantesco bus, tocan la bocina, el conductor dibuja en su ceño la sorpresa confusa de estar viendo una silueta real o imaginaria, no tiene tiempo para corroborarlo, pasa a noventa por hora, desaparece, el sonido se arrastra detrás, tú sigues caminando, ahora sudas y la cabeza recibe los goterones del cielo raso curvo del lugar, aprietas los puños, te ves arrollado por un tráiler, nada sucede, los minutos continúan, sientes que nunca existió afuera, que siempre fue adentro, oscuro, eterno, frío. Y de pronto la luz, la salida, el renacer, una alegría tal que me hizo ralentizar el paso, ya estaba cerca, salí. Triunfé, podía hacer cualquier cosa en esta vida, me sentí ganador, como tú cuando me olvidaste.
Del otro lado del túnel habían varias personas que al verme sacaron sus celulares para filmarme y esas cosas, quién era ese loco que salía de aquel lugar peligrosísimo, levanté los brazos, grité, seguí caminando, durante aquellos momentos te olvidé, te lo juro, y volví a ser feliz.


Tiempo después del primer viaje, el joven enloquecido consideró redescubrirse en la ciencia ficción, su pasión de antaño. Lo hizo, Neil Bloomkamp era el maestro de por entonces, sus largos y cortometrajes eran apasionantes; el estilo, la estética y los argumentos sobre invasiones alienígenas cautivaron la atención del joven enloquecido, quien suspendió temporalmente el segundo viaje para nutrirse con todo el material disponible que la Oats Studios ofrecía a todo el mundo.
Entonces lo supo. Toda aquella maraña de pensamientos y visiones, a veces alucinaciones, estaban en esa dirección, es decir, la que provenía de la creativa y fantástica virtud del cineasta sudafricano. No se trataba de demonios, eran seres del espacio exterior tratando de comunicarse. El joven enloquecido suspendió sus maravillosas disertaciones sobre el amor que sentía por ti, para darse un respiro e intentar decodificar dichos mensajes, pero esta vez con la mente lúcida, sin trampas ni nieblas de confusión postindustrial.
Una mañana te oye cantar entre ladrillos despedazados a martillazos por la mano de un hombre que prefiere no referir; a la siguiente te dice ya te veo. Hoy está tratando de recordar tu rostro, algo se ha desconectado en su memoria y te has perdido para siempre. Él, sin embargo, te ofrece uno muy bello, con las cejas juntas y las pestañas depiladas, la nariz grecorromana y un terso y delicado cuello terminado en un tórax de cuento. Esto último teniendo en cuenta la amplia gama de cuentos y por supuesto, de tórax. El tuyo era mejor que el anterior, lucía un par de tetas fenomenales, basta con decir eso. De manera que se atrevió afirmar que no eras tú, que gracias a él habías mejorado. Sabes ahora que no es cierto, que incluso en su afán de reformarte, de darte nuevo cuerpo, te veía tal y como te recuerda, exactamente así: Sonriendo, llena de carnes, frenética en la direccionalidad de tu mirada, impía en la presión aplastante de tu presencia. Por eso rebusca el martillo nuevamente en la mano del hombre que resulta ser tu padre, se lo arrebata y ensaña contra tu cuerpo alterno, lo reduce a un cuadro estrambótico de arte postmoderno, se complace de su obra, se vanagloria y llena de orgullo que no sabe cómo difundir, cómo esquematizar, con qué conservar, y el día le queda chico, la tarde se condensa en el horizonte ambarino a causa de la luna llena de agosto, a dos días de tu verdadero cumpleaños y no esa fecha que celebró con envidiable y errática seguridad. El martillo se hace polvo y vuela hasta la cara de su dueño que solo atina a estornudar; tú sigues ausente, el joven enloquecido está calmo, su piel avejentada se renueva pelándose en el frío, lejos del polvo y el sol, momentáneamente henchido de armonía con el viejo y silencioso modo de triunfar que lo caracteriza. Te sigue buscando, te sigue recordando, el amor se convierte en su seno en una gota fría de sudor que no tarda en limpiar con su mano. El segundo viaje se sigue posponiendo porque sobre el primero todavía hay mucho que rescatar en códigos lingüísticos que se presta a seguir dibujando uno tras otro.



Yo sé que te amo, que siempre lo haré porque mira, pienso en ti y youtube me devuelve maravillas como Y´akoto, el baby blues, realmente extraordinario, te amo por eso.
Después del primer viaje recuerdo estar hojeando dos libros, el primero, una antología de cuentos de horror seleccionados por un fanático del tema, pero un señor fanático, amigo de Hitchcock y admirador confeso de Bradbury, por cierto, el libro de Acerva de novelas de ciencia ficción, qué pena, ni cuenta te diste que te lo había dejado, ahí debajo del velador, pensé que quizá el niño podría haberlo cogido y guardado en un lugar secreto hasta que aprenda a leer, que por cierto es mi nuevo cometido. Pero nada. Por eso iré donde ustedes otra vez, donde él quiero decir, para enseñarle a leer, una vez abiertas estas puertas podré morir en paz, o seguir viviendo en guerra, cualquiera.
Su voz está impostada en clave Amy Winehouse, ¿genial no? Justo antes de quitarme de Huánuco estuve andando con otro apodado el negro, un pata de familia acomodada, entregado completamente al vicio de la pereza; le acompañé a vender los libros de medicina de su hermana, y aquí viene la crítica social, ofrecimos los libros a cuanto trabajador de la salud nos encontrábamos en las calles de la vieja ciudad huanuqueña, como siempre, nadie necesita un libro, menos cuando ya no es estudiante; además cómo habíamos obtenido el libro, éramos vendedores oficiales o… Se lo robamos a una señora parecida a Ud. Sin vergüenzas, desaparezcan antes de que llame a la policía. Seguro señora, seguro.
Al final, por veinte soles, las cosas importantes en la calle valen pocas monedas, en la casa valen unas cuántas lágrimas, las monedas son tan incapaces de indicar el valor exacto de lo importante, claro que un libro de farmacología ilustrado de casi novecientas páginas no es algo de qué hablar en más de tres líneas, la idea es perder el tiempo mientras llega lo importante.

La otra vez leí en una camiseta: Las cosas importantes de la vida, no son cosas. Y me arrellané de satisfacción.
Se pasó la tarde dándose de palmaditas él mismo, sonreía solo.
No tiene nada malo hablar solo, ni de sonreír. Le parece cojudo reírse solo, de la nada, recordando o qué sé yo.
Nos trata de convencer de que todo irá bien, se dice a sí mismo: tú puedes, tú eres, la cagaste, puede mejorar, déjate de zoncear.
Lo haces por entregas, primero recuerdas la guitarra, después te parece haber visto al amigo de otro caminar cerca, al rato le consultas sobre su ubicación: Lima, Surco, imposible en Huancayo.
Yo también te vi, ibas por la sección de zapateros del mercado La pólvora, llevabas la casa raída de George, perdón, de Moshé. Ése sí era yo, te dices, nadie opina al respecto.
Porque no llegan a consultar si estás bien o ya te comen los gusanos, ya no importas, nadie en realidad, es mutua la huevada, seguimos siendo extraños, tú, yo, el mundo, ellos, su mundo, todos, una orquesta de extraños tratando de tocar la misma canción que saben nunca podrán cuadrar porque les resulta imposible fijar los tiempos, la melodía, la pasión.
Si no son cosas las cosas importantes de la vida, entonces qué son. Carne reptando hacia huesos en calcinación, perros con zapatos muertos por autocompasión, el suicidio objetivo; o a su vez. canarios rojos por inanición en sus jaulas de oro colgando en un lento vaivén de brisa agosto rodeada de hebras de sol de tarde despejada luego de lluvia postergada por nubes decoloradas sin razón, antes negras y ahora ni nubes.
Como pienso lo haré, ya sea con palabras o acciones, lo seguiré haciendo, y esto resultará qué: Anticosa, no cosa, señora de la subjetividad. Gracias. Aplausos, silencio.
El viaje se detiene, mira en derredor, nadie viaja, ni si quiera él, la pena entra en acción, gris de hielo, verde paroxismo, la coge del cuello y desaparecen los dos.
Cierras el telón, al fondo un avispón. Le ves la cara, es tu profesor, el padre de la gata que follas cada noche y que dice llamarse Cris. La detestas, más a tu profesor, ella también, su familia hecha trizas a causa del viejo nuevo amor que por aquel entonces le hizo recurrir a otro cuerpo para traer a este mundo a sus hermanos menores. Ambos odian, ella y tú, y por eso el sexo sabe a hiel y los besos a mandrágoras parlantes que de tanto en tanto estiran las manos labios y entrelazan su furor. Pero se acaba y no se dicen ni adiós. Les vale pelos de cerdo la vida y su función, se olvidan y todo sigue peor, envejecen, decrecen, dientes escupidos, cierto encanto en el decir, cierta tenue manera de perder el tiempo, perdón, de esperar.

Con cuánta facilidad entristezco, cómo así de fácil se fractura mi vida, mis proyectos. Pensé que podría acaparar tu atención madre de mi hijo con todo esto del viaje, pensé que podrías decirme, espera Kevito, no te vayas, queremos que vuelvas, que lo intentemos una vez más, ya qué importa el pasado, aun nos tenemos, pero no, otra vez no, todo resulta absurdo cuando pienso en todo esto. Ahora todos callan, me he perdido en el olvido colectivo, es más, nunca fui nadie, nada. Podría echarme a morir a un lado de la carretera y esperar que el sol me fulmine, y nada, sigo comiendo, bebiendo, fumando, tratando de vivir la vida, como dicen los que no tienen ni idea lo que significa estar vivo. Esto es Puerto Maldonado, el gusano pusilánime que habita en mí me susurra ideas estúpidas, quiero aceptarlas y hacerlas, largarme al Brasil y morir por ahí, olvidado e ignoto como jamás podría imaginar alguna persona.
Soñé contigo madre, después de mucho tiempo, llorabas, eras una señora francesa que no nos miraba cuando afirmaba entre sollozos que era nuestra madre pero que desde muerta era esa señora. Mi abuela está en medio, tiene la cabeza apoyada en la palma de la mano, no le cree, la mira de reojo y sigue en lo suyo, mirar eternamente al vacío, al pasado.  Mi hermana y yo nos miramos cómplices, lucimos entusiasmados con la idea nueva de nuestra madre, pero su llanto nos conmueve. Después veo una mujer a la que vuelvo a amar, y entonces, fulgor oscuro, disolvencia, disociación, despierto, se agotan las lágrimas y por supuesto, la cinta del proyector. El río fue enorme, hermoso, amarillo, ardiente, maravilloso, eso me llevo envuelto en seda a la tumba, este recuerdo y todo lo demás.
En Cusco he conocido la truhanería en su máxima expresión, y me sentí tan desilusionado de mi especie que erguí nuevamente mi capacidad de autodestrucción, sin conseguir nada más que pena y dolor, más que usualmente. Una casa de locos desesperados por reencontrarse después de largas caídas, una casa que aloja en camas compartidas a toda latinoamérica corrompida pero levantada en pie de resistencia, de demostrarles a todos que estamos vivos, que no nos han vencido, aunque claro, yo por ejemplo, ande siendo un lastre inútil para cualquier propósito. Con cuánta negatividad construyo este emporio de palabras, desde el inicio, me sorprende a mí mismo mi monomanía monumental, esta gran obra de un hombre de casi treinta años, incompleto, corroído, sumido en ideas falsas, creyendo solo en la carretera como terapia contra la mugre de las ciudades, del vivir como nos imponen. Este es el precio de la libertad, me liberé de la esclavitud del dinero, pero con casi todos los accesos restringidos, he mutado en una especie de joven mendicante, insultante a los ojos de personas más viejas que comentan que tendría que trabajar en otra cosa, de sol a sol y reconstruir mi familia, mis proyecciones como adulto. Y no lo soy, tan solo un niño triste, es eso, no me avergüenzo, tampoco me enorgullezco, es lo que soy ahora, lo que hago, por lo que lucho...
Mientras tanto camino viendo a la mujer que amo, pero que no existe más a mi lado, con ternura, acaricio su mejilla y le doy un beso, la rodeo con mis brazos, luego tenemos un hijo, y de pronto estoy sudando  a mares sin llorar, tratando de rellenar el papel blanco de la computadora, siendo el supuesto artista de la palabra que me encargué de denegar en mí mismo. Nací como símbolo del odio, he aquí mis formas de significación, evasión, negación, consumación. Me odio, lo digo y ya, luego tengo que abrazarme como abrazo a los árboles, a éstos viejísimos compañeros que resisten todo de pie, lo siento mucho padres, no soy como ustedes, se me acabó la savia, el sol no me alimenta, estoy tan seco como el suelo calcáreo de mi barrio de la infancia. Debo arrancarme y limpiar el terreno para otro, eso hice, los dejo para que sean ustedes mejores, o tal vez peores, no me incumbe, me entristece a lo mejor, pero como dice el poeta pastel, Munra: Más nada.



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