domingo, 23 de abril de 2017

Empiné el codo

Mi amigo venezolano trataba de llorar y no lo lograba, su cuerpo se convulsionaba y daba arcadas tratando de hacerlo, había amanecido y no queríamos abrir las cortinas, la luz nos salvaría sin duda, pero no merecíamos ser salvos, nacimos condenados; y así, absortos y con una resignación dibujada en una horrible mueca en la cara, nos despedimos. Quiero estar solo, alcanzó a comentar, lo sé, le dije, y también yo me envolví en la absoluta soledad. Alquilé una habitación en domingo por la mañana y puse el canal porno a alto volumen durante todo el día, miré por el balcón y vi que efectivamente no había nadie, podía tirarme al vacío fácilmente y acabar con toda esta estupidez de seguir vivo deseando no estarlo. Pero esperé, siempre funcionaba, me masturbé, vi tres películas y comí veinte plátanos. Salí al atardecer, deshecho, más triste que nunca, qué me esperaba en este mundo de mierda, mis hijos, dirían algunos, sin embargo ambos estaban tan felices con sus familias maternas, y bien parados, que me dio envidia, en qué horrible ser debo haberme transformado que sentí envidia de mis hijos. Opté por beber, aun sabiendo que estaría al rato mucho más triste y devastado, y volví a enterrar el cuerpo en un jardín municipal, crucé mis brazos y cerré los ojos, por lo menos mis sueños seguían siendo míos, y eso me reconfortaba, despertaría a las seis de la mañana e iría a ganarme la comida trabajando durante todo el puto día lavando platos, fregando pisos, sirviendo arroz y haciendo ensaladas. Tenía veintinueve años y estaba más jodido que nunca. Y sin embargo los enterraría a todos y escupiría en sus tumbas, volvía jurarlo y empiné el codo.

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