jueves, 26 de enero de 2017

BOY BACK IN TOWN

A veces volver es una forma de llegar; leí eso en alguna parte, lo viví. La ciudad donde habité durante más de dos décadas me recibe con su habitual frialdad y amplitud. Me encontraba algo debilitado y alicaído, la droga y el alcohol ya saben, uno dos, tres pasos, una, dos tres palabras y la vida continuaba como siempre: comer, dormir, imaginar. Soñaba como una piedra y andaba como un fantasma, tratando de recoger mis pasos y volver a pisarlos en el frío cemento de las calles mojadas en este invierno estival. Por alguna razón debía seguir en pie de guerra, ya había pensado tantas veces en darme de baja y no lo había hecho, cosas de la enfermedad de saberse y considerarse vivo. Antes no, estaba muerto, pasé casi tres lustros pudriéndome de agujero en agujero como un topo antropomorfo. 

Pero aquel día, incluso con la lluvia deshaciendo mis papeles en la cabeza, fui a por mi hijo el mayor, estaba tan grande que casi no pude sostenerlo en brazos, con lo débil y deshecho que estaba; aun así lo hice y retuve las lágrimas de culpa y alegría tras de la mirada que registraba cada partícula y milímetro del rostro de mi hijo.
El tiempo imperturbable, el tiempo inmisericorde y aplastante, el tiempo y mi evasión de él. Yo estaba tan joven y viejo como pude estarlo a los cinco años, pero el resto no, habían crecido, habían muerto, habían progresado y degenerado con tanta parsimonia y rapidez como su esfuerzo para el trabajo o lo contrario les había permitido. A todo esto, un deseo, recuperar mi vitalidad y la sonrisa algo retorcida por el encierro, los gatos muertos, los rituales voodoo y la inanición. Y con el deseo sobrevinieron los puentes de palabras tendiéndose hacia viejos amigos de siempre, algunos consumidos como yo, otro detenidos en el tiempo, la piel tersa y todo igual que ayer. No tendría por qué no decirlo, y no lo diré, pero algo me sabe a bienestar, algo se perfila mejor en la medida de mi mediano esfuerzo, aunque palpite todavía en mis sienes el recuerdo de la inhumado, de la cubeta al costado, presenciando el entierro, de las agujas con rabia incrustadas en la imagen plegada de tu ser, de tu cuello hasta tu coronilla, mi deidad y tormento, sucubus en jodienda tras los muros próximos, torrentes de morbosidad deslizándose hacia el fondo de mis oídos, y yo babeando, masticando piedras, usted sabe a lo que me refiero maestro Ronceros, extasiado, enervado, qué más decir que suene a destrucción del fuero interno.
Y con todo, sigue pasando la vida, siguen pasando al fondo lo vivido, y aunque nadie me quite lo gozado, lo sufrido lo atesoro con especial cuidado. Estoy parado sobre un montículo de recuerdos, y decido caminar como si nada, con el ayer rezumado en la punta de mis dedos y el ahora sonando a música de verano. Aquí vamos.

(continúa mañana)

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