lunes, 10 de agosto de 2015

SENECTUD

El andar lento y leve sobre piedras diminutas, bajo rayos agonizantes de un día que pudo haber sido el último para una de ellos, le revelan insospechadas emociones respecto de la muerte: si no morí hoy de seguro será mañana.

Conocer ancianos que bordean el final de sus días mediante visiones que en sus mentes se transfiguran en forma de animales grotescos hurgando sus ya deshechos organismos, o de seres humanos bellos pero malévolos instándolos a seguirles el paso hacia los abismos, le parece al Señor de zona intermedia, sumamente interesante. Como emprender aventuras con desconocidos propósitos en selvas oscuras y de cielos sin lunas ni estrellas.
El tiempo ya no importa, quizá todavía el viento; es decir, el murmullo de las hojas de arbustos cercanos en señal de su llegada, o el flagelo de ramas contra sus propios troncos ante la inminente presencia de ráfagas de viento. El tiempo son las piedras inmóviles y resignadas, pero reconciliadas por eso mismo, en paz entre ellas y ajenas en simultáneo.  Desplazarse ya no significa estar vivo, aguardar la lluvia probablemente sí; confiando en sentir cuando eso suceda sus húmedos besos en las manos desnudas y arrugadas así como en la sedienta y polvorienta tierra por donde se arrastra un gusano de enormes dimensiones, dotado de un cuerno de tamaño de su cuerpo y atestado de gruesos vellos oscuros que trazan surcos profundos en el fango de la tierra hecha polvo.

Ya no poder ver más que siluetas difusas en confusos movimientos, u oír otra cosa que no sea el viento arreciando entre los árboles. No tener otra certeza que la proximidad del final y no saber de otro sentimiento que la locura de perderse en recuerdos, remordimientos, anhelos para los suyos, miedos ajenos; he ahí el ocaso de la vida, la vejez plena.

Unos habitan exactamente frente a los otros, pero separados por montañas de ausencia y destierro, de música de niebla y viento helado. Unos todavía van, aunque con la velocidad y la urgencia de piedras perdidas en los caminos sepultados bajo la hierba; mientras los otros solo observan las diversas formas estáticas del silencio, sentados sobre pieles de animales que ellos mismos alguna vez desollaron, con el frío calando sus huesos y el sol derritiendo sus cabezas, tratando de derramar eso que fueron alguna vez, lágrimas, pero ahora de impotencia, de desesperada tristeza ante el abandono de sus propias vidas, lenta y pausadamente.

Mantener la puerta de la choza casi cerrada, aun durante el día, que por más soleado, sigue siendo oscuro, como si una tormenta de granizo negro estuviera a punto de cernirse sobre ellos, es lo más prudente, honesto, y por qué no, seguro. Pues no pudiendo distinguir ya entre el día y la noche más que por las mandíbulas del clima perforando sus pocas carnes, qué otra medida podrían tomar sino empujar la puerta con el bastón con el que atizan los diminutos carbones todavía vivos del fogón, donde ya casi nunca hay calor ni fuego, solo cenizas y hormigas gordas que se limitan por ahora a sacar sus cabezotas para tomar un poco de aire, mientras terminan de devorar el cadáver del último gato que se sentaba allí tratando inútilmente de conciliar calor y sueño, incluso para un ser como él, forjado para el sueño y la calidez.

Los ancianos susurran palabras de despedida ante la repentina partida del Señor de zona intermedia, algo les dicen aquellas largas manos con dedos y garras, algo aquella delgadísima figura, pero casi nada ese rostro oscurecido y ceniciento que saben está ahí aun sin verlo; porque la profundidad de esos ojos suenan más que el viento y arden más que el sol. Incluso los que ya renunciaron al movimiento, extienden un retorcido dedo y el mentón parece querer seguir el rumbo que toma el forastero, mas no queda sino un estado de aturdimiento que pronto se deshace ante la vitalidad que otorga el sufrimiento, el dolor y el hacinamiento.

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